Claude Piron

Tantos recuerdos agradables


Tengo tantos recuerdos agradables de mis experiencias en el mundo de Esperanto, que me resulta difícil elegir uno.


Mi vida en Esperanto ha sido bendecida con tantos recuerdos agradables que cuando decidí responder a tu petición, mi mente se sintió como invadida por una tropilla de potrillos impetuosos, donde cada uno atropellaba a los otros para adelantarse y resultar elegido. Y de hecho uno tuvo éxito, aunque no creo que ese tuviera más mérito que sus rivales. Aquí empieza.


Durante varios años trabajé para la OMS, Organización Mundial de la Salud. Después de dejar esa posición para instalarme por mi cuenta, todavía seguí trabajando para ellos en misiones específicas una o dos veces por año, porque yo era capaz de hacer un expediente sumario fidedigno de una discusión en materia de salud, llevada a cabo en varios idiomas incluyendo chino y ruso, y no era fácil encontrar otras personas que pudieran hacer lo mismo.


Alrededor de 1970, me preguntaron si yo estaría de acuerdo en ir a Alma-Ata (ahora Almaty), Kazakhstan, para reunirme con el secretariado de una conferencia internacional enorme invitada a discutir servicios médicos básicos. Siempre me gustó descubrir países nuevos, así que acepté muy contento. En ese momento yo estaba trabajando en otra misión en las Filipinas, y cuando fui al aeropuerto de Manila para volar a Kazakhstan vía Nueva Delhi, India, y de allí a Tashkent, Uzbekistan, me sorprendió encontrar cuatro antiguos colegas que también iban a Alma-Ata. Todos fuimos en el mismo vuelo de Nueva Delhi a Tashkent. Cuando Uzbekistan y Kazakhstan todavía eran parte de la Unión Soviética.


Cuando viajo, siempre trato de ponerme en contacto con la gente local que habla Esperanto, que es una buena manera de conocer el país que visito por medio de contacto personal. Por eso ya le había escrito al delegito ("representante local") de la asociación mundial de esperanto en Tashkent para informarle mi llegada. Él había contestado que estaría en el aeropuerto -- esto era amabilidad pura de su parte, porque no se espera que los representantes de la asociación hagan eso -- y había pedido que le enviara una fotografía de modo que él pudiera reconocerme.


Cuando nuestro grupo alcanzó la pequeña sala de llegada, sólo cuatro personas estaban allí aguardando los pasajeros que llegaban. Dos de ellos estaban parados en la esquina izquierda y dos en la derecha. El contraste en sus rostros y actitudes era extraordinario. Los dos primeros parecían presionados, abrumados, desanimados, los otros dos lucían llenos de ánimo y entusiasmo.


"Saluton!" ("hola"). La palabra resonó fuerte en la sala. Vino de la esquina derecha. Los dos hombres que estaban parados allí vinieron casi corriendo hasta mí y me abrazaron con ganas, como si fuéramos los parientes cariñosos que no nos habíamos visto por dos o más décadas. Mis colegas estaban asombrados. No podían entender quienes eran estos dos hombres que parecían ser relaciones cercanas de un colega que nunca había dicho que tenía conocidos en Asia central soviética, aún cuando estábamos volando hacia allí.


Resultaba mas asombroso que uno de los hombres, quizás de 50 años, parecía -- aparte de sus ropas -- como si fuera cualquier hombre de la calle europeo, el otro era un nativo Uzbek, apenas más de 20 años, con cabello negro azabache, los ojos inclinados, y las características definitivamente asiáticas. Era un científico, presidente del club local de esperanto. Su compañero era el representante de WEA, un ucraniano de nacimiento.


Mientras que nosotros tres comenzamos a hablar rápidamente en esperanto, los otros dos hombres se arrimaron a nuestro grupo. Nos explicaron que eran doctores que trabajaban para el Ministerio de Salud de Uzbekistan que habían sido enviados allí para darnos la bienvenida. Nos hablaron en inglés pesadamente acentuado y algo torpe. La alegría de los dos conocedores de Esperanto parecía abrumarlos. Quizás estaban asustados pensando que algún espía (o un dispositivo espía) los denunciara a las autoridades como incapaces de ofrecer una bienvenida realmente cordial a los nobles huéspedes que venían de lejos.


"Ni iru mangi, mi invitas vin, la tutan grupon!" ("vamos a comer, yo los invito, el grupo entero"), dijo el joven Uzbek - era hora de cenar - pero cuando traduje para mis colegas, ellos vacilaron: "No deberíamos. Él no nos conoce, porqué habría de invitarnos?" Cuando expliqué que ellos quisieran no aceptar, el joven presidente me pidió que les dijera que esto era la hospitalidad de Uzbek, y nos condujo a un restaurante próximo. Todos lo seguimos, incluyendo los doctores del ministerio, que parecían más y más incómodos.


La comida fue muy agradable. En mi extremo de la mesa, discutimos política y asuntos sociales en Esperanto fluido. Mis colegas no entendían todo, pero reconocieron bastantes palabras internacionales para saber de que estábamos hablando. Como me dijeran más tarde, no podían creer sus oídos. ¿En la Unión Soviética discutiendo esos temas, obviamente, sin inhibiciones ... cómo podía eso ser posible?


"Realmente hablas este Esperanto!", dijo Mauri, un colega, en nuestro camino al hotel. Mauri y yo habíamos estado trabajando en la misma unidad por lo menos siete años, y yo a menudo alababa las virtudes de esperanto haciendo énfasis en cómo está bien adaptado a la comunicación en ambientes interculturales.


Muchas veces le había dicho que el idioma era fácil y rico, que no había tenido ningún problema en alcanzar un buen nivel en él, y que lo hablaba frecuentemente porque yo colaboraba con un centro cultural de Esperanto en mi ciudad. Así pues, él ya lo debía haber sabido. Pero antes de haberme escuchado, no me había tomado seriamente.


La discrepancia entre mi testimonio repetido y su propia imagen del idioma -- un proyecto, un ideal remoto, un pasatiempo sin ningún valor práctico -- me cayó como de lo más interesante. Aparentemente, Esperanto, aún cuando se describe como una experiencia propia, pertenece al campo de historias increíbles.


Al día siguiente, las autoridades habían planeado una visita oficial a la ciudad de Tashkent para el grupo de la OMS, acompañados por los dos melancólicos doctores. "Ne iru kun ili, ni vizitos la urbon private" ("No vayas con ellos, visitaremos la ciudad por cuenta propia"), me dijo el joven científico después de la cena, y como es de esperar, me llamó al hotel a la mañana siguiente.


Mis colegas subieron a un microómnibus de Intourist mientras que yo fui en el coche que él había conseguido prestado de su oficina. Seguimos el ómnibus turístico por algunos minutos, pero pronto elegimos nuestro propio camino.


Me mostraron cosas -- tugurios, por ejemplo -- que el grupo "oficial" nunca consideró. Una vez, cuando pasábamos un puente sobre un río, le pregunté a mi nuevo amigo cuál era su nombre. "No es un río," contestó. "Es un canal. Fue construido por Cyrus, hace muchos siglos, cuando éramos tan afortunados como para pertenecer a Persia."


Desgraciadamente no teníamos mucho tiempo. Algunas horas más tarde tenía que estar en el aeropuerto para tomar el vuelo de Aeroflot a Alma-Ata. Allí tuve un problema inesperado: cómo encontrar lugar en mi maleta de mano que ya estaba llena, para poner la sandía grande que mi nuevo amigo de Uzbek había insistido que llevara, diciendo que en esa región crecía la mejor fruta de toda la Unión Soviética. Espero que él nunca lea este texto, puesto que me siento avergonzado al confesar que, no encontrando solución al problema, dejé la sandía en el aeropuerto.


En el avión estuve contemplando su confianza. Ésta era la Unión Soviética, en un momento en que el régimen comunista perseguía a disidentes con venganza. Él no tenía forma de saber si yo era un comunista que lo pudiera denunciar a las autoridades. ¿Era él simplemente afortunado, despreocupado, a quien el diablo puede cuidar? No pienso que fuera así. Esa clase de gente generalmente es superficial, que definitivamente él no era.


Cuando discutimos, discutimos en profundidad, sin tabúes, y sin restringirnos a temas simples. En verdad, en el momento que nos encontramos en el aeropuerto, sentimos una comunidad de espíritu. Mucho se puede transmitir y recibir en apenas un vistazo. ¿Pero se puede arriesgar la vida, o por lo menos la libertad, en una intuición? Su confianza es quizá la razón por la que este recuerdo se destaca.


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